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Mostrando entradas de octubre 25, 2009

Mujer Roble

Mamá Amparito falleció en enero... un dos de enero de hace seis años. Su estado de salud había decaído en los últimos cuatro años. El roble que parecía agarrar a toda la familia, de pronto perdió fuerza y vigor. La veíamos sentada frente al televisor en esa silla blanca de plástico. Se tapaba con un chal, se acurrucaba y esos ojos azul profundo se desvanecían entre cabeceadas de sueño interminable. Tenía una programación selecta y preferida. Después de tomar su café con leche y pan dulce, en esa taza color verde que aún conservamos, se paraba de la mesa para ir directo a la sala, donde reposaba el almuerzo y veía la televisión en el canal 11. Terminaba algún programa y/o película y entonces desayunaba bien: huevito, leche, pan, un guisadito del día anterior. Todo en perfecto silencio, si a caso el arrastrar de sus chanclitas rompía el sigilo de su cálida casa. De pronto recordaba alguna vieja canción y la silbaba, en algunas partes la entonaba a pecho vivo y volvía a silbar. Era

Café

El café me gusta cargado, muy caliente, sin azúcar y acompañado de una exquisita rebanada de pastel. Mi placer por el café empieza desde que le doy una, dos, tres vueltas a la tapa negra del frasco. El aroma me escandaliza la piel. Una nariz curiosa y un tanto tímida quisiera sumergirse en ese aroma. Cierro los ojos y es cuando màs se me antoja. Tomo una taza y agrego una cucharada y media de ese polvo negro, en seguida vacío agua bien caliente. El sonido del líquido hirviendo mezclándose con esa droga me enamoran más de él. Lo tomo despacio. Un sorbo; leo algo, escribo, adelanto cualquiero cosa. Me olvido de él. Que no piense que con su encanto de aroma y sabor puedo estar a sus órdenes.... otro sorbo. Los labios se mojan del sabor amargo y caliente. Me hundo en la taza, cierro los ojos; como si de aquel momento dependiera el siguiente segundo de mi vida. En la boca el sabor del café me embriaga, lo paso poco a poco. No quiero que se acabe, no podría servirme otro.. olvido la ta

Resurgir, renacer, revivir.

Yo nací un 27 de abril del 2005. Mi madre fue la tierra y fuimos 34 hermanos los que nacimos ese mismo día. Hablo de Veracruz y el temazcal que me hizo vibrar, me hizo renacer, me hizo despertar. Veracruz me envolvió con su misticismo, su olor a tierra húmeda y su calor húmedo. Fue un viaje de desconstrucción y reconstrucción del alma, del cuerpo, del amor propio. Mi condición física distaba de ser buena y el viaje en sí requería de bajar un sendero estrecho para llegar al Río Filobobos, o caminar kilómetros para llegar a zonas arqueológicas como Cuajilote, Vega de la Peña, Tajín. Experimenté el cansancio extremo. La inmensidad de la naturaleza me invadió, se impuso ante mi como un Dios y sólo me quedó postrarme ante flora y fauna como centro de todo. Por esos años tuve un mal de amores. Un alguien que marcó mi vida y mi destino de dolor fue el responsable de que Veracruz me interrumpiera de su paz, su silencio absoluto y su olor a vida... la que a mi me hacía falta. Tuve ta

Toma Chocolate paga lo que debes (2a y última parte)

A tres cuadras de la casa de Doña Paula Rosas del Valle está la iglesia. En medio del altar principal se levanta una ofrenda dedicada a Jacinto, el encargado de la Vírigen de los Rosarios y a Beto, el sacristán, quienes fallecieron en este año. En una mesa, formado con paja, cañas de azúcar y almohadas está un muñeco vestido con la ropa de Beto. Encima del petate donde ponen la ofrenda hay mole de olla, coca cola, cerveza Indio, dulce de calabaza, cigarros, un periódico y las fotografías de los recién difuntos. Apenas termina la misa, un tumulto de gente se arrima a ver la dádiva a los difuntos. Pareciera que nadie los conoce, sin embargo es motivo para que todos tomen fotos. El nuevo sacristán recuerda a Beto. “Era un señor ya grande, jugaba naipes en sus ratos libres y apostaba dinero. Siempre ganaba, pero eso era para comprar una botella para todos, y la otra parte la destinaba a la iglesia. Con eso se “purificaba”, decía él. De todas formas era buena gente. Lo velamos aquí en

Toma chocolate y paga lo que debes

Primera parte “Ven a verme antes que el tiempo me coma” Una abuelita a su nieta Doña Paula está sentada esperando algo que sabe de antemano, no llegará pronto: La muerte. Vio morir a dos de sus hijos y tres de sus hermanos. Con la voz entrecortada, casi como un susurro recuerda cómo era cada uno de ellos “yo luego escucho que se mueven las plantas y sé que es mi hijo Francisco, a él le gustaba regar las flores; se paraba a las seis de la mañana a echarles agua y silbaba. Era muy alegre”. “Le gustaban los castillos de cohetes y el café de olla”, comenta con nostalgia. “Apenas murió en agosto”. Jala aire con dificultad y su vista nublada se pierde entre adornos, comida, velas y pan de muerto que están al pie del difunto simulado. De las manos que un día arrullaron a sus siete hijos pende un rosario, y mientras lo mueve con serenidad se esfuerza en escuchar la conversación, aunque en el intento responda sin coherencia alguna o deba preguntar “¿cómo dijo?”. En la puerta de en

Don Carlos y su adiós

Al señor Carlos, de 75 años, le hablan con cariño. "Ya estás tranquilo, ya estás bien". Envuelto en una sábana blanca de hospital lo depositan entre dos personas con sumo cuidado en la plancha. Don Carlos está frío, rígido, tenso, pero en paz. Trinidad toma unos guantes de látex y le cierra los ojos. "Ya descansa, estás bien".  Un vaho comienza a inundar mi nariz. Es la flaca. De las cuatro planchas del área de embalsamistas sólo dos están ocupadas. Don Carlos y un recién nacido se acompañan. Qué contrastes de la vida. El bebé no llego a la edad de Don Carlos. Trinidad, un embalsamista de 35 años de edad, recibe la ropa de Don Carlos. Un traje negro recién salido de la tintorería; una camisa blanca cuyos puños aún tienen las mancuernillas de plata; la corbata gris con decoraciones tenues en blanco; camiseta, calzones, calcetines y zapatos bien lustrados serán la ropa de gala para su despedida. Con sumo respeto y auxiliado por Esteban, su asistente, Trini

Pasuco en el metro

En el vagon de mujeres se dejan ver infinidad de hombres. Aqui no hay distincion de cuerpos. El mio empieza pegado al de un tipo barbudo y sin bañar. No hay ventilacion. Las caras brillosas y escurridas de sudor son ejemplo de calor. Siento que algo empieza a mojar mi espalda. Yo también estoy sudando. Las que vienen sentadas dormitan. Sus cabezas rebotan en cada frenon. El vagon empieza a vaciarse, aunque aun puedo sentir el cuerpo sudoroso de una señora.  A pesar de todo, el metro es por ahora un transporte rapido. Eso, mientras no regularicen los microbuses de reforma. He llegado a la terminal El Rosario. Transbordo hacia Martín Carrera para bajarme en Lindavista. Un vaho de aire medio puro entra al abrirse las puertas. Todos salimos a empujones. Unos tropiezan. Unos ratoncitos caminan por las vias del metro. Se confunden con el gris de las piedras y lo negro del riel. Y todos ahora esperamos alcanzar un lugar sentados. Un señor de guaraches, mezclilla, camisa y sombrero rep