Toma Chocolate paga lo que debes (2a y última parte)


A tres cuadras de la casa de Doña Paula Rosas del Valle está la iglesia. En medio del altar principal se levanta una ofrenda dedicada a Jacinto, el encargado de la Vírigen de los Rosarios y a Beto, el sacristán, quienes fallecieron en este año. En una mesa, formado con paja, cañas de azúcar y almohadas está un muñeco vestido con la ropa de Beto. Encima del petate donde ponen la ofrenda hay mole de olla, coca cola, cerveza Indio, dulce de calabaza, cigarros, un periódico y las fotografías de los recién difuntos.

Apenas termina la misa, un tumulto de gente se arrima a ver la dádiva a los difuntos. Pareciera que nadie los conoce, sin embargo es motivo para que todos tomen fotos.


El nuevo sacristán recuerda a Beto. “Era un señor ya grande, jugaba naipes en sus ratos libres y apostaba dinero. Siempre ganaba, pero eso era para comprar una botella para todos, y la otra parte la destinaba a la iglesia. Con eso se “purificaba”, decía él. De todas formas era buena gente. Lo velamos aquí en la iglesia. De hecho en todas las casas de aquí se estila que si hay un difunto, no lo llevan al funeral, sino se queda en su casa, sólo que muera en el hospital.”

Le da una bocanada al cigarrillo que lleva en la mano izquierda, saca el humo por la nariz y sigue su plática.

Un día el padre nos cachó jugando pócar atrás del altar. A Beto casi lo despide, nos dijo que eso era cosa del diablo y nos corrió de la iglesia. Pasaron como tres semanas antes que nos permitiera volver a pasar a escuchar misa, siquiera. Después como de un mes, luego de comer él sacó las cartas. Jugamos toda la noche hasta que el padrecito nos desfalcó a todos. El dinero se fue a la limosna del domingo. Ese fue nuestro castigo divino.


Mueve la mano para acomodarse el reloj. Ve la hora. Las 8:30 de la noche.

Ya me tengo que ir señorita, debí cerrar la iglesia desde hace media hora.
Las calles solitarias de este pueblo aún en luto lo hacen parecer fantasma. Todas las familias están en sus casas reunidas alrededor de la ofrenda, comiendo naranjas, mole, mandarinas, refresco, algunos toman cerveza y otros más degluten el dulce de calabaza, camote, plátanos fritos y tortillas.

La casa de Doña Paula aún está abierta al público. Ella está sentada afuera junto con una de sus hijas viendo pasar a la gente. Platican plácidamente. De lejos su hija nos hace una seña “que les vaya bien. Mira mamá, ahí están los muchachos que nos visitaron hace ratito ¿te acuerdas?”.


Doña Paula arruga la mirada, trata de enfocarnos, pero no lo logra. Al aire hace un gesto de complacencia. “Los espero el 26 ¿eh?”


Así será. Ella aguardará esa fecha, contará los días que faltan para que lleguemos, pues más que entregarle su foto, es una visita para platicar de lo que nunca le ha dicho a nadie, no porque ella se enfade si le preguntan, sino porque ninguno de sus familiares la escucha. Está rodeada de gente y aún se siente sola. Da lo mismo que esté viva o muerta.


Tener 86 años. Como los que tenía mi abuelita cuando falleció hace apenas dos años.


Ella sí que me esperaba. Al día sonaba el teléfono tres veces. Era ella pidiendo que subiera a verla, que comiera con ella, que le platicara algo.


Chelita ¿tienes tarea? Vente a hacerla aquí, sirve que nos acompañamos.


¿Por qué no lo hacía?


-Sí Mamá Amparito, ahorita subo.

Su casa quedaba a sólo dos pisos de la mía. Aún así pasaban una, dos, tres, cuatro horas. El teléfono.

-¿Sí vas a venir?


Sí Mamá Amparito, ya voy, es que estaba en la computadora.


El tiempo para ella era un cuentagotas. Solía cantar algo para que no se le olvidara su voz. “Luego paso horas sin hablar y cuando me llaman me oigo toda ronca, por eso canto o silbo”. No importaba qué enfermedad tuviera. ¿Mal de Parkinson?, ¿taquicardias?, ¿hipertensión?, ¿pies hinchados?, ¿várices en un estado muy descuidado? Nada de eso era motivo para que respondiera que estaba mal.


¿Cómo estás Mamá Amparito?
Abría esos ojos azules que a cualquiera cautivaban y decía con una sonrisa:


¡Bien! ¿Ya comiste? En la cocina hay huevito que dejé en la mañana, tortillitas y frijolitos, caliéntate un taquito, ahorita voy para acompañarte.

Nunca le di las gracias por haberme cuidado desde pequeña. No era cuestión de decirle, era más bien de pagar con acciones todo lo que ella hizo por mí, todas las veces que se desveló a mi lado porque yo no quería dormir hasta que llegara a recogerme.


O cuando me hacía llorar mi hermano, ella me ponía entre sus brazos, me cubría con su rebozo y se mecía para arrullarme. A veces uno puede ser tan insensible para no ver las acciones de amor del otro. Eso me pasó a mí.


A dos años que falleció su casa está intacta, como si hubiera salido al doctor. Ahí está la silla blanca de plástico en la cual se sentaba a ver la televisión, y en donde pasaba sus mejores siestas.


En su cama aún está Lorencito, su muñeco preferido, con quien solía platicar para que él no se enojara porque lo bajaba de su cama para dormir; la silla del comedor donde se sentaba a tomar su taza de café con leche, acompañado de una pieza de pan dulce. En la cocina aún está el plato de peltre color azul que utilizaba para desayunar.


Al ver a Doña Paula, tan sensible, tan amable, con ganas de platicar toda la noche si es que se lo hubiéramos permitido, recuerdo a Mamá Amparito.


Doña Paula es el vivo recuerdo de mi abuelita. Quizá por eso el afán de cumplir mi palabra y llevarle su retrato. Porque las personas de su edad sólo esperan que el tiempo las carcoma o la muerte llegue sigilosa. Porque sólo lo que me pedía era un poco de atención y cariño que nunca pude o quise darle. Porque tal vez si voy hasta allá y platique con ella me quite un poco de esta culpa que me aprieta el corazón, se atora en la garganta, y me hace llorar.


Por eso en cada anciano que veo, sea hombre o mujer visualizo a Mamá Amparito con sus manos quietas, siempre calientitas. Recuerdo su andar. Arrastraba los pies con sus pantunflas y silbaba al mismo tiempo. Su espalda ya jorobada hacía que siempre tuviera la cabeza agachada, pero eso jamás fue impedimento para que levantara la mirada y sonriera.


No merecía estar sola, era una gran mujer, excelente mamá y abuelita. Mamá Amparito, como Doña Paula vio morir a dos de sus hijos; como si estar sola no fuera ya un martirio, aún aguantar el dolor de ver que el ciclo de la vida va al revés, y tener todavía la fuerza y la entereza para seguir de pie, fuerte como un roble, pero sensible como una mamá, eso es de admirarse.


El tiempo aún no me da la paz que necesito, pero yo sé que si ella aún estuviera aquí, me perdonaría.... pero eso no me basta.

Comentarios

  1. CARLOS HERNANDEZjueves, 29 octubre, 2009

    COMO LE HACEMOS LOS SERES HUMANOS PARA CARGAR CON TANTAS CULPAS. CREO Q XESO DCEN QUE TODO SE HAGA EN VIDA HERMAANO, EN VIDA PARA Q NO SUCEDAN ESTE TIPO DE CULPAS. ME GUSTÓ LEERTE, HAAY MUCHA SENSIBILIDAD ENLO Q DICES.

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  2. creo q es importante darles el tiempo, espacio, hueqito ja "q no tenemos, che vida" a las personas q quieres y estan contigo, por muy simple q sea el comentario disfrutarlo, sonreir, jugar, aprender etc.. etc.. no existe culpa hasta q el niño esta ahogado.. paidrisimo!!

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