lunes, 29 de febrero de 2016

Niña runner

Regina corrió sus primeros metros en la carrera Kardias 2016 en un tramo del Museo de Antropología hasta Arquímedes. Había empezado la carrera dos kilómetros atrás con la carreola dúo y Matías y Regina a bordo de ella. Entre la marabunta de gente corriendo, caminando, con mascotas o niñitos de su edad corriendo, ella se animó. “Quiero correr”, dijo. La desabroché de su asiento, y comenzamos a correr juntas, yo con la carreola, y ella a mi lado. “Quiero a mi perro”, sugirió. Tomé de su asiento un perro de peluche que no suelta ni a sol ni sombra. Lo estrechó entre sus pequeños brazos y emprendió la marcha. A los pocos metros se percató que correr con aquél juguete era complicado y no le permitía mover los brazos con naturalidad, así que se detuvo, yo con ella, y me lo dio.

Seguimos corriendo sobre Reforma. La animaba y le decía “Muy bien mi nena, vas muy bien, corres muy rápido, preciosa”. Mi euforia y enorme gusto y orgullo por ver a mi pequeña hija de apenas dos años 9 meses era tal, que corría con la sonrisa que apenas alcanzaba para carro alegórico en ruta de norte a  poniente. De pronto se tropezó y cayó en el asfalto con tremendo panzazo que mereció mi silencio. Me detuve enseguida, la levanté en un movimiento rápido y le dije “¡sigue corriendo, Regina, vamos, tú puedes!”, no tuvo siquiera un segundo para pensar en llorar. Siguió corriendo con fuerza, con alegría. Los corredores de atrás la animaron con una ovación. Le noté un rostro de regocijo, de orgullo.

De pronto bajaba la velocidad y me decía “ya me cansé”, así que la animaba a caminar, despacio. Ya que retomaba fuerzas, al paso siguiente decía “ya quiero correr rápido”, y agilizaba sus brazos y piernas para tener mayor velocidad. Luego tomó la carreola de un costado para ayudarme a empujarla. Matías venía en la parte trasera. “No nena, tú corre, yo la agarro”, le decía, pero ella seguía a mi lado empujando.

Unos metros más adelante se cansó. Volvimos a caminar. Quería aligerar la carga de la carreola y le pregunté a Matías si quería correr,  pero él, muy seguro me dijo “No porque me acaban de vacunar y me duele mi brazo”.

Ya que caminamos un buen tramo, y que muchos corredores ya nos habían pasado, Regina sentenció “Ya me quiero subir”. Me orillé, la subí y la felicité por ese esfuerzo. Llegamos al Auditorio y yo corría y caminaba. Tenía seis meses de no correr después de una lesión en la isquiotibial, y se agravó con el peso ganado y el sedentarismo que da el ser mamá de dos niños pequeños.

Sabía que podía terminar los 5 kilómetros. Sabía también que no haría un excelente tiempo. Pero me sentía feliz porque fue la primer carrera con carreola dúo y con mi nena corriendo a mi lado.


Llegué a la meta ante los ojos atónitos de algunos porristas. Mi semblante pasaba del cansancio, a la angustia y de la angustia a la felicidad.

Terminamos los 5 kilómetros en 0:55:48. Pedí que la medalla se la pusieran a Regina. La pequeña estaba incrédula ante tal pedazo de metal. La tomaba entre sus manitas, la veía, sonreía. “¿Cómo corrí mamá?”, me preguntaba. “Rapidísimo mi nena, eres una campeona”, le contestaba.

El entusiasmo y el júbilo por su medalla no acabaron ahí. Dieron las 20:00 hrs y ella seguía con la medalla puesta “yo gané, ¿verdad mamá?”, "Sí Regina, tú ganaste". 

Amo verte crecer. Amo ver que hagas lo que te guste. Amo más verte feliz.



miércoles, 24 de febrero de 2016

El Oso, Silvo y Brasso

El olor de las botas bien lustradas deambulaba por el departamento en la calle de Felipe Villanueva. Silvo y Brasso en el suelo para no ensuciar aquella sala dura; franelas por doquier, unas para los botones, otras más para las botas. La zapatera tenía cualquier cantidad de tintas, grasas, cepillos, brochas y jabón de calabaza.

Cada día, alrededor de las 19:00 horas mi hermano se sentaba en aquella sala a lustrar las botas de ese uniforme caqui que tanto aborrecía yo, sin ser alumna.

Pasaba al menos hora y media en hacer la labor de limpieza de botas, botones, insignias. Debía verse deslumbrante, sin un ápice de opacidad, que la luz pudiera reflejarse en aquellas superficies.

Víctor tomaba una bota, le quitaba las agujetas, metía su mano izquierda en ella y a continuación boleaba fuertemente el calzado. Luego embadurnaba la superficie con grasa El Oso, para continuar con la otra bota y hacer lo mismo. Ya que estaban listas ambas botas, las volvía a bolear, acaso dejando un poco del enojo, coraje, angustia o tristeza que pudiera tener. Lo veía sudar.

Me acomedía, “¿te ayudo?” y entonces mi tarea consistía en meter mi brazo en aquellas botas aún húmedas por el día a día en los pies firmes y fuertes de mi hermano. “Pero pon duros los brazos”, me decía, y entonces me aferraba a mi fuerza con toda vehemencia para que mi hermano dejara límpidas aquellas botas hasta  las pantorrillas.

Una vez terminado el procedimiento, volvía a embarrar las botas con Brillo El Oso, como si en la primera embadurnada no hubiesen quedado perfectas. Repetíamos la operación. Aún recuerdo sus muecas al bolearlas. Apretaba los dientes dejándolos ver entre los finos labios, fruncía el ceño, inhalaba fuertemente y exhalaba mientras algunas gotas de sudor recorrían su frente roja del empeño.

La camisa del uniforme tenía al menos unos seis botones más las insignias, que debían también estar relucientes. Tomaba cada botón con suma delicadeza para no ensuciar la camiseta. Aplicaba en una franela un poco de Brasso y con otra franela pulía el botón en cuestión. Así en cada uno de ellos. Después aplicaba un poco de Silvo en otra franela y volvía a lustrar cada uno, incluyendo las insignias de la boina también.

Una vez que botones, insignias y botas estaban listas, seguía el planchar el pantalón y la camisa. Mi hermano se volvió experto en aquellos deberes. Alineaba cada raya, cada pliegue para después pasar la plancha caliente en cada zona. Ya que terminaba, un dejo de satisfacción, orgullo y cansancio se veían reflejados en su rostro. Era hora de descansar para al día siguiente despertarse a las 5:30 o 6:00 am y llegar puntual a la escuela para ser sometido a una revisión visual del uniforme, botones e insignias que le hacían al azar a cualquier alumno de aquella escuela que lo mismo imponía castigos como estar en un cuarto oscuro, que correr alrededor del patio hasta quedar extenuados.

Nunca me gustó esa escuela para mi hermano. Creo que lo hizo más duro de lo que ya era, más fuerte de lo que imaginábamos y más recio para el amor y el cariño de familia. Hoy lo veo como un gran hombre, un señor de familia que logró superar todas las adversidades y que pese a cualquier vicisitud o problema que se le presente, siempre tiene soluciones más que palabras de aliento o buenos deseos. Él tiene acciones.

Ahora que tengo la responsabilidad de cuidar, educar y criar a Matías y Regina, recuerdo mucho a mi hermano. Recuerdo su empeño y ahínco para todo. Eso quiero inculcarles a mis hijos. Que sean seres humanos limpios en toda la extensión de la palabra, bañados, limpios de ropa, zapatos, uñas, dientes, cabello; y lo más importante, limpios del alma y el corazón.