El Oso, Silvo y Brasso
El olor de las botas bien
lustradas deambulaba por el departamento en la calle de Felipe Villanueva. Silvo
y Brasso en el suelo para no ensuciar aquella sala dura; franelas por doquier,
unas para los botones, otras más para las botas. La zapatera tenía cualquier
cantidad de tintas, grasas, cepillos, brochas y jabón de calabaza.
Cada día, alrededor de las 19:00
horas mi hermano se sentaba en aquella sala a lustrar las botas de ese uniforme
caqui que tanto aborrecía yo, sin ser alumna.
Pasaba al menos hora y media en
hacer la labor de limpieza de botas, botones, insignias. Debía verse
deslumbrante, sin un ápice de opacidad, que la luz pudiera reflejarse en
aquellas superficies.
Víctor tomaba una bota, le
quitaba las agujetas, metía su mano izquierda en ella y a continuación boleaba
fuertemente el calzado. Luego embadurnaba la superficie con grasa El Oso, para
continuar con la otra bota y hacer lo mismo. Ya que estaban listas ambas botas,
las volvía a bolear, acaso dejando un poco del enojo, coraje, angustia o
tristeza que pudiera tener. Lo veía sudar.
Me acomedía, “¿te ayudo?” y
entonces mi tarea consistía en meter mi brazo en aquellas botas aún húmedas por
el día a día en los pies firmes y fuertes de mi hermano. “Pero pon duros los
brazos”, me decía, y entonces me aferraba a mi fuerza con toda vehemencia para
que mi hermano dejara límpidas aquellas botas hasta las pantorrillas.
Una vez terminado el
procedimiento, volvía a embarrar las botas con Brillo El Oso, como si en la
primera embadurnada no hubiesen quedado perfectas. Repetíamos la operación. Aún
recuerdo sus muecas al bolearlas. Apretaba los dientes dejándolos ver entre los
finos labios, fruncía el ceño, inhalaba fuertemente y exhalaba mientras algunas
gotas de sudor recorrían su frente roja del empeño.
La camisa del uniforme tenía al
menos unos seis botones más las insignias, que debían también estar
relucientes. Tomaba cada botón con suma delicadeza para no ensuciar la
camiseta. Aplicaba en una franela un poco de Brasso y con otra franela pulía el
botón en cuestión. Así en cada uno de ellos. Después aplicaba un poco de Silvo
en otra franela y volvía a lustrar cada uno, incluyendo las insignias de la
boina también.
Una vez que botones, insignias y
botas estaban listas, seguía el planchar el pantalón y la camisa. Mi hermano se
volvió experto en aquellos deberes. Alineaba cada raya, cada pliegue para
después pasar la plancha caliente en cada zona. Ya que terminaba, un dejo de
satisfacción, orgullo y cansancio se veían reflejados en su rostro. Era hora de
descansar para al día siguiente despertarse a las 5:30 o 6:00 am y llegar
puntual a la escuela para ser sometido a una revisión visual del uniforme,
botones e insignias que le hacían al azar a cualquier alumno de aquella escuela
que lo mismo imponía castigos como estar en un cuarto oscuro, que correr alrededor
del patio hasta quedar extenuados.
Nunca me gustó esa escuela para
mi hermano. Creo que lo hizo más duro de lo que ya era, más fuerte de lo que
imaginábamos y más recio para el amor y el cariño de familia. Hoy lo veo como
un gran hombre, un señor de familia que logró superar todas las adversidades y
que pese a cualquier vicisitud o problema que se le presente, siempre tiene
soluciones más que palabras de aliento o buenos deseos. Él tiene acciones.
Ahora que tengo la
responsabilidad de cuidar, educar y criar a Matías y Regina, recuerdo mucho a
mi hermano. Recuerdo su empeño y ahínco para todo. Eso quiero inculcarles a mis
hijos. Que sean seres humanos limpios en toda la extensión de la palabra, bañados,
limpios de ropa, zapatos, uñas, dientes, cabello; y lo más importante, limpios
del alma y el corazón.
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